sábado, 5 de diciembre de 2015

La Edad de oro de la (in)cultura



En la polémica sobre el progreso de la humanidad las artes ocupan un lugar destacado. Por ejemplo, durante el siglo XVII parte de la discusión entre antiguos y modernos se mueve en torno a la excelencia de los autores contemporáneos frente a figuras como las de Homero o Platón. Éstos remiten a una Edad de oro puesta en cuestión desde el momento en que asoma la idea de progreso, edad que va emparejada con la idea de decadencia. 

Vamos a retroceder un poco más en el tiempo. Extraigo este párrafo de la obra del siglo I, Satiricón, atribuída a Petronio. Corresponde a una conversación que Encolpio y el viejo poeta Eumolpo mantienen en la pinacoteca de un templo:

Reanimado por este relato, interrogué al anciano, más instruido que yo, respecto a la edad de varios cuadros y sobre el argumento de algunos que me era desconocido; interroguele también acerca de la causa de la decadencia de las bellas artes en nuestro siglo, sobre todo por lo que respecta a la pintura, de la que parecen no quedar ya ni vestigios. Entonces él dijo:

La concupiscencia del dinero es la causa principal. Antes, cuando sólo el verdadero mérito era ensalzado, florecían las bellas artes, y los hombres a porfía se disputaban la gloria de transmitir a las generaciones venideras todos los descubrimientos útiles. Asó viose a Demócrito, nuevo Hércules, destilar el jugo de todas las plantas conocidas, para conocer a fondo las propiedades vegetales y consumir su vida toda en tales experiencias; Eudoxo envejeció subido a la sima de altísima montaña para contemplar más de cerca los movimientos del cielo y de los astros; Crisipo tomó tres veces eléboro para purificar su alma y hacerse más apto para nuevos descubrimientos.

Pero, limitándonos a las artes plásticas, Lisipo murió de hambre por ceñirse y dedicar su vida a perfeccionar los contornos de una estatua, y Mirón, que hizo, por decirlo así, pasar al bronce el alma humana y el instinto de los animales, no encontró heredero. Por el contrario, nosotros, entregados a la voluptuosidad y a la embriaguez, no osamos ni elevarnos al conocimiento de las artes; aunque censores de la antigüedad, sólo enseñamos y cometemos toda clase de vicios.¿Qué hemos hecho de la dialéctica? ¿Dónde está la Astronomía? ¿Adónde hemos relegado la moral, ese camino hermoso de la sabiduría? ¿Quién, añadió, va hoy al templo, y hace votos por lograr la elocuencia? ¿Quién pide a los dioses que le descubran las fuentes de la filosofía? Ni siquiera se les pide la salud. Toda esa multitud que sube al Capitolio, antes de pisar los umbrales del templo, unos prometen, ofrendas si tienen la dicha de enterrar a un pariente rico; otros si descubren un tesoro; estos si logran amontonar antes de morir treinta millones de sestercios. El mismo Senado, arbitro del honor y la justicia, suele votar mil denarios de oro al Capitolino, y no vacilan en fomentar de este modo la concupiscencia, comprando los favores de Jove. No te lamentes, pues, de la decadencia de la pintura, ya que los dioses y los hombres hallan mayor placer en contemplar un lingote de oro que en las obras maestras que Apeles, Fidias y los demás griegos locos hicieron.

Tras esta disertación, Eumolpo glosa en verso un cuadro en el que se representa la caída de Troya. Al oírlo, los allí presentes empiezan a arrojarle piedras. En ese momento los dos protagonistas de la escena toman las de Villadiego.

Este lamento por las artes puede compararse con las actuales quejas de algunos artistas respecto a cuestiones fiscales o al apoyo financiero del correspondiente ministerio/consejería/concejalía. Frecuentemente el argumento que justifica sus demandas no tiene que ver con las habichuelas - lo cual sería bastante respetable, pero quizás, dirán, demasiado pedestre - ni tampoco, al modo de Eumolpo, con la nostalgia por una Edad de oro perdida, si no que consiste en denominar «cultura» a lo que hacen. Amén.