miércoles, 3 de septiembre de 2014

El no sé qué de la música.


Tiene la música un sistema formado de varias reglas que miran como completo los profesores; de tal suerte, que en violando alguna de ellas, condenan la composición por defectuosa. Sin embargo se encuentra una, u otra composición, que falta a esta, o a aquella regla, y que agrada infinito aun en aquel pasaje donde falta a la regla. ¿En qué consiste esto? En que el sistema de reglas, que los músicos han admitido como completo, no es tal; antes muy incompleto, y diminuto. Pero esta imperfección del sistema sólo la comprehenden los compositores de alto numen, los cuales alcanzan, que se pueden dispensar aquellos preceptos en tales, o tales circunstancias, o hallan modo de circunstanciar la música de suerte, que, aun faltando a aquellos preceptos, sea sumamente armoniosa, y grata. Entretanto los compositores de clase inferior claman, que aquello es una herejía. Pero clamen lo que quisieren, que el juez supremo, y único de la música es el oído. Si la música agrada al oído, y agrada mucho, es buena, y bonísima; y siendo bonísima, no puede ser absolutamente contra las reglas, sino contra unas reglas limitadas, y mal entendidas. Dirán, que está contra arte; mas con todo tiene un no sé qué que la hace parecer bien. Y yo digo, que ese no sé qué no es otra cosa, que estar hecha según arte; pero según un arte superior al suyo: Cuando empezaron a introducirse las falsas* en la música, yo sé que, aun cubriéndolas oportunamente, clamaría la mayor parte de los compositores, que eran contra arte: hoy ya todos las consideran según arte; porque el arte, que antes estaba diminutísimo, se dilató con este descubrimiento. 

*Se trata de las llamadas falsas relaciones, es decir, de la posibilidad de que las alteraciones cromáticas sean introducidas y resueltas no melódicamente. Por ejemplo, las falsas relaciones de octava o las falsas relaciones de cuarta eccedente, que la música medieval consideraba las más temibles de las disonancias y las llamaba por esto "diabolus in música".

Benito Jerónimo Feijoo. Teatro crítico universal. Clásicos Castalia. Madrid, 1986.


domingo, 3 de agosto de 2014

El genio


Si en la entrada anterior hacíamos referencia a la autoría divina de la música, ahora la haremos al genio y a su relación con el progreso. 

Es en el siglo XVIII cuando uno de los tópicos que más se discuten es el del desarrollo humano en distintas etapas, desde la barbarie a la civilización.

La figura del genio - persona dotada de un talento superior - se va perfilando también durante el XVIII y un siglo más tarde la encontraremos en la Enciclopedia Británica, ya vinculada a la idea de progreso de las artes.

No perdemos de vista a la divinidad, puesto que inicialmente "progreso" no es más que otra manera de llamar a la Providencia: es por la acción de Dios, y a través de determinados individuos, como llega el conocimiento a la humanidad. 

Finalmente la idea de progreso se entenderá como la secularización de la Providencia y a partir de entonces el genio responderá a la capacidad creadora del individuo, desvinculada de cualquier intervención divina.


jueves, 3 de julio de 2014

El Autor



Con algún periodo intermedio durante los siglos XV y XVI,  en el que la figura del compositor musical tuvo importancia, no fue hasta finales del siglo XVIII cuando ésta emergió con fuerza.

Ni siquiera la aparición de los derechos sobre la obra, que pudiera pensarse beneficiarían a su autor, sirvieron para cambiar las cosas: fue el editor el que tuvo inicialmente la sartén por el mango.

Lo que más llama la atención durante este periodo durante el cual el origen de la obra, y por tanto su autoría, va ganando importancia sobre su función, es que el compositor aparece como alguien que presenta un material tomado del acervo común, un acervo cuya autoría es divina. De este modo, el compositor no pasa de ser un mensajero entre Dios y el público. Son las musas - Dios - las que inspiran la obra y ésta «pertenece» al público.


sábado, 12 de abril de 2014

Sinfonía trágica


Mas si los ojos gozaban en la paz del crepúsculo, los oídos sufrían lo increíble con el tronar horrendo de las baterías. He aquí el distintivo esencial de las batallas modernas: no se ven, pero se dejan oír perfectamente. El sentido más apto para percibirlas no es el de la vista, sino el del oído. Si los combates antiguos fueron por excelencia un espectáculo plástico, los actuales son, por el contrario, un asombroso fenónomeno acústico. La pintura, la narración o la poesía son por completo impotentes para dar una idea de las batallas modernas. El único arte capaz de representarlas sería, en todo caso, la música.

Gaziel. En las trincheras. Diéresis, 2009.

viernes, 28 de marzo de 2014

Muerte y resurrección del rock II

Dicen que el rock murió un día cualquiera del verano de 1977 y que su cadáver desprende todavía un olor fétido y corrupto que muy pocos son capaces de soportar. Dicen también que el pop de 1984, esa música global formada por cientos de compartimientos, estilos, imágenes y propuestas, está en crisis, aquejado de la peor de las enfermedades: el aburrimiento y la falta de imaginación. Sin embargo...
Jaime Gonzalo e Ignacio Julià en la introducción al número extra de Rock Espezial sobre la New Wave. Julio/agosto de 1884.

En 1984 como en 2014, treinta años no son nada.